jueves, 20 de septiembre de 2012

Las memorias apócrifas de Juvenal Agüero



Los recuerdos más fuertes, sean del tópico que sean, desbordan
lo que se llama el corazón y el espíritu y terminan palpitando en
la genitalidad.
Prepucio carmesí, p. 36

A propósito de su poesía, primero, y de su labor crítica, después, hemos anotado algunas rápidas impresiones sobre el trabajo literario de Pedro Granados. Presentar, ahora, esta reunión de sus novelas cortas –Prepucio Carmesí (2000), Un chin de amor (2005), En tiempo real (2007), Una ola rompe (2012) y Boston Angels (inédita)– supone ensayar una opinión, acaso más general, sobre su labor, pues sus novelas nos remiten –de manera tal vez más explícita, pero no más urgente– a los diferentes espacios por los que ha transitado el poeta, crítico, narrador, profesor y blogger Pedro Granados.

 Hasta la fecha contamos solo con reseñas y comentarios al vuelo de lo que ya, a todas luces, es una obra. No es ahora el momento para subsanar ese vacío, sino para llamar la atención sobre él e intentar explicar, tal vez, la dificultad que entraña leer a Pedro Granados. En tanto poeta, nuestra autor tiene publicados 12 poemarios, algunos de ellos con el subtítulo de antología o, como en el caso del más reciente –Poemas en hucha–, como una feliz refundición de textos anteriores.  En tanto crítico contamos con dos libros sobre Vallejo y un sin número de ensayos publicados en revistas físicas y electrónicas.

No solo la amplitud, sino también el galopante ritmo con que viene publicando, nos coloca frente a una obra que se expande y se ofrece al lector como un proliferante collage, un desbordante pastiche que ha ido construyendo una personal imagen del mundo. La de Granados no es una literatura que nazca de un proyecto, de una voluntad de coherencia que ordene sus libros como un conjunto perfecto y acabado en sí mismo. No hay, creemos, un diseño deliberadamente trazado en la obra de Granados.

Por el contrario, uno diría que leer un ensayo de crítica literaria firmado por Pedro Granados es otra forma de leer a Juvenal Agüero –protagonista de las novelas que presentamos–, y, a su vez, leer a Juvenal Agüero es otra manera de leer la poesía del poeta Pedro Granados, quien le atribuye libros y poemas suyos al personaje. No está claro dónde empieza o dónde acaba el crítico, el poeta, el profesor o el blogger. La identidad de uno se diluye en la del otro. Una poética del palimpsesto, una identidad líquida –se nos ocurre– podrían, quizá, dar cuenta del signo de la propuesta artística de Granados.

Un texto sobreponiéndose al otro, una novela sobre otra: así también lo indican las sucesivas ediciones y las obvias o discretas intertextualidades de sus libros. En cada poema, reseña o episodio protagonizado por Juvenal Agüero leemos a Granados hablando de sí mismo y de otro, escribiendo su autobiografía apócrifa, como dice Juvenal en Prepucio Carmesí, donde uno ya no sabe, finalmente, quién es el personaje y quién es el autor, porque los límites de la biografía y la ficción no sólo no son claros –hace mucho que no lo son– sino porque no hay biografía que no sea apócrifa y que, por ello mismo, sea también una singular forma de conocimiento.

Algo le debe Pedro Granados a Luis Hernández y a Vallejo y a Martín Adán. Las genealogías, sin embargo, son aburridas si uno forma con ellas una pila de nombres que no sirven para pensar o ver lo que uno tiene en frente. Y lo que hay aquí, en todo caso, son estas 5 novelas–y que pronto serán 6 ó 7– que uno no debiera estar forzado a leer en orden. No por horror al sistema, sino porque el disfrute mayor acaso se encuentre en coger los pasajes en el que el lector va cayendo, un poco sin preverlo:
Sin embargo, poco a poco, llegó a dominar lo esencial del fulbito que es el ritmo y la confianza propia, y la alegría. Es más, hacia sus dieciocho años jugaba literalmente a voluntad; arrancaba desde su propio arco si quería, y después de sembrar sobre el asfalto a todos sus adversarios –incluido al siempre improvisado arquero-, hundía la pelota en la red rival. Amasada la bola, cimbreante sus muslos, el esférico pendulaba a gusto entre sus pies ligeros; conoció algunos instantes de éxtasis y de gloria, pero nunca entendió lo que era un juego de competencia. Se concentraba en los amistosos, pero en los partidos serios se cagaba de risa. Era una risa incontenible; algunas veces, flojas las piernas, chuecas de tanto reírse, tenía que abandonar allí mismo el campo de juego. (p. 25) 

Ritmo, confianza propia y alegría, conforman, pues, el arte del palimpsesto de la escritura de Granados. En Un chin de amor, encontramos algunas de las otras claves de su escritura:
En Vallejo, en su poesía, un gesto es más elocuente que mil palabras; aquí reside el misterio de su honda antipoesía: crear cosas, situaciones, emociones con las palabras, jamás hacer un fetiche de estas últimas. Y es por este motivo que el poeta peruano es tan diferente al resto, su poesía no está hecha de palabras; más bien, digamos que se vale de éstas para empezar una tarea de tipo harto manual: radicalmente espiritual y corporal. Es más, César Vallejo ha hecho ascender el alma a los genitales y, viceversa, descender los genitales al alma. El espíritu (el Verbo) habita ahora en la pinga y en la chocha. Es quizá animado por esta santa paradoja que Juvenal Agüero se animó a escribir y publicar Prepucio carmesí, su primera novela de humor místico.

Con el alma en los genitales, con la pelota rebotando entre sus pies ligeros, estas novelas, escritas a modo de retazos, de tejidos incompletos que nos conducen por los avatares y zozobras de un personaje que, en las últimas entregas –Una ola rompe y Boston Angels– se va diluyendo en diálogos, entrevistas, viñetas, poemas y recuerdos de amigos o amores frecuentados en otro tiempo.

He venido llamando novelas a este proyecto, probablemente por comodidad. El mismo título del volumen parece remarcarlo. Al terminar de leer el libro, sin embargo, el lector reparará en la equivocidad del género. ¿Son verdaderamente novelas las novelas de Granados? Tal vez les calce mejor aquello de memorias apócrifas. Así, uno podría entresacar los pasajes en que nos enteramos de Manoli, Yaella, Germán o Anna, de aquellos otros en los que el autor expresa sus opiniones sobre el arte poético y la institucionalidad literaria.  Cito un párrafo:
La poesía es una voz y, no, las palabras de un texto. Pero para que se constituya y sobreviva aquélla son necesarios unos enormes cojones u ovarios, básicamente, porque estamos hablando de la vida y, para nada, de la literatura. Al menos, si identificamos ésta a una letra, a una didáctica, a una tradición y, mucho menos, a un canon… ramillete prestigioso en la prensa dominical local o del mundo entero. Y para que sobreviva esa voz es necesario no hacer poesía u olvidarse de lo que este género para los entendidos sea. Y entregarse no al cógito de las ideas o las agendas de lo teórico o lo políticamente correcto o incorrecto… esto es muy fácil y aburrido; ni a las escisiones de lo simbólico, incluido el yo, que es como lidiar con la pepa de palta de mi desayuno reciente; ni con lo risibles o pedantes que pueden ser los sentimientos trágicos y, en general, todas las emociones si las planteamos como un oscuro o definitivo callejón sin salidas. Poesía no es dignidad; al menos, la de sentido frecuente. Ni brinda prestigio alguno. ¿Y quién la certifica? Sin proponerse ser antiacadémica, se ahoga en la academia. Huye de los foros políticos en lo que se ha tornado la mayéutica de la curiosidad y del saber. Lástima para los adolescentes, apenas sintoniza con la iPod. Pero continúa encontrándose a sus anchas entre las vidas de los pobres del mundo; pobres, a secas, pero no cojudos del orbe entero.

Líneas como las de arriba, pasajes enteros en las novelas son, en el fondo, artes poéticas, manifiestos personales de un poeta, sí, pero al mismo tiempo apuestas por el gesto libre e individual. Sujetos como estamos a los convencionalismos, a las ideas prefabricadas, a los piropos de cartón, leer a Pedro Granados es una vuelta a la poesía y a la literatura que de veras nos interesa: aquella que se juega lo que es para ser una díscola y lúcida aventura personal.